miércoles, 22 de abril de 2020

Coronavirus: por qué necesitamos teorías conspirativas por Mariano Horenstein


¿Qué pueden tener en común quienes descreen de la llegada del hombre a la Luna con quienes juran que la tierra es plana o aquellos que dan fe de una conspiración judía o masónica internacional para apropiarse del mundo, o los que están convencidos que Elvis Presley fingió su propia muerte?

En las últimas semanas, rumores excéntricos sobre el origen del coronavirus inundaron las redes sociales: éste podría ser un accidente de laboratorio, un efecto premeditado en una contienda global, una revancha de la naturaleza o un castigo divino. O todo eso a la vez.
Si las teorías más o menos disparatadas que se conocen como conspirativas aparecen una y otra vez -esparciéndose viralmente también- habrán de responder a alguna intensa necesidad humana.

Una crisis como la que atravesamos, con media humanidad encerrada y jaqueada por un minúsculo virus, sirve de caja de resonancia y acelerador de opiniones que pretenden dar sentido a la pandemia: proveer respuestas allí donde solo hay preguntas.

Si un saber -siempre provisorio- necesariamente debe someterse a la prueba de la evidencia o de la experiencia, la certeza en cambio transforma una intuición o creencia en una convicción irrevocable. Hoy sobran los ejemplos de ello, sea en las llamadas teorías conspirativas como en la proliferación en redes sociales de las “fake news”.
Así como una persona obsesiva encuentra rituales privados para contrarrestar “malos pensamientos”, la fe religiosa -cualquiera- provee esos mismos rituales de modo normatizado y colectivo. Del mismo modo, allí donde un paranoico construye una visión delirante a partir de la cual todo -hasta el detalle más nimio y razonable de su realidad- puede cobrar un matiz persecutorio, una conspiración convierte esa sospecha privada en recelo compartido.

Tanto el ritual religioso como la conspiración funcionan como respuestas colectivas frente a la angustia que causa lo incierto. Ambas formas comparten una matriz común: la presencia de una certeza más emparentada con el saber delirante o el pensamiento mágico que con la razón. Una teoría conspirativa entonces, pese a su pretensión racional, está más emparentada con un culto religioso que con un saber científico.

No es sencillo soportar la incertidumbre, y menos aún la inermidad, de la que la incertidumbre es apenas una de sus manifestaciones. En nuestra especie, mal que nos pese, no existen garantías, ni siquiera la de la supervivencia. Todos vivimos de algún modo a la intemperie. Esa sensación de desamparo es una de las fuentes que impulsan la creación de relatos improbables que buscan ordenar y dar sentido a una novedad que nos sorprende y angustia.

Cada vez que una respuesta no calme nuestra incertidumbre, reaparecerá el desamparo inevitable, ése que ratifica que la infancia y sus reaseguros imaginarios han quedado atrás.

Una teoría conspirativa maniobra para satisfacer una necesidad doble, y allí radica uno de los secretos de su eficacia: por un lado, dota de cierta lógica algo que aparece sin sentido; por otro lado, sindica a responsables allí donde no los hay. Son respuestas precarias, improbables y falsas, pero en tanto son respuestas, alivian. No hay nada más difícil que soportar la falta de respuestas. Tampoco es sencillo desarrollar la tolerancia suficiente para que las preguntas encuentren respuestas razonadas y medianamente comprobables.

Hay aún una tercera manera en que una teoría conspirativa encuentra eco y se propaga, y es la del efecto de identificación que posibilita. A partir de adherir a tal o cual hipótesis de complot, una secreta comunidad se trama. Ese saber “esotérico” distingue a un grupo -más allá de su dispersión geográfica, de clase o de lengua- y los diferencia del resto de la comunidad, que a su juicio prefiere ignorar la supuesta verdad que se ha logrado revelar. El efecto identificatorio posibilitado en este caso por la autoexclusión del rebaño de los crédulos, pareciera dotar a los “iluminados” de un aura que los distingue, lo que es una fuente no menor de satisfacción narcisista.

Ahora bien, un esbozo de disección de una teoría conspirativa sería rudimentario si no incluyera a quienes sacan rédito de ella. Una teoría imaginaria puede tener efectos reales, tan reales como posibilitar la elección de un presidente o la caída de otro, desencadenar un genocidio o una guerra. Las teorías conspirativas suelen sindicar responsables -generalmente extranjeros, para preservar el propio confort- al mismo tiempo que dejan en las sombras a quienes se benefician de esa segregación siempre a mano. Es diferente la posición de quienes creen ingenuamente en conspiraciones de la de quienes hacen un uso perverso de esa labilidad, proclamando conjuras frente a las cuales solo líderes esclarecidos sabrían defendernos.

No hay mejor modo de mentir que hacerlo con elementos familiares, incluso verdaderos. De ese modo, como en un delirio persecutorio, hay siempre un punto razonable y verosímil en la conspiración que se denuncia. Y por supuesto que existe siempre una trama de intereses opacos, una estructura económica determinante, una geopolítica que nos trasciende y que a menudo constituye un núcleo de verdad tras muchos disparates.
Las teorías conspirativas encuentran suelo fértil en la variedad de prejuicios que caracteriza a nuestra especie, fundados a su vez en nuestra proverbial intolerancia a la diferencia. Se tiende más a creer lo que certifica nuestro prejuicio, lo que nos da una versión ordenada del mundo, y una conspiración lo es. Una vida crédula parece para algunos preferible a una vida en la que tengan lugar la incertidumbre de vivir, la amenaza de la enfermedad y una única certeza, la de la muerte que en algún momento inevitablemente llegará.

Aun cuando se regodeen en argumentos paracientíficos -las redes 5G o la guerra bacteriológica - o político-económico -la escalada en la ofensiva comercial entre China y EEUU- las teorías conspirativas se hacen más inteligibles en el terreno de la creencia religiosa: el ejercicio de seleccionar y descartar argumentos sin el esfuerzo de comprobarlos.

La angustia frente al no saber requiere un trabajo psíquico considerable. Si un manipulador -de la política, de las redes o de los medios- ofrece un saber alternativo, una prótesis que pretenda cegar ese pozo ominoso de la incertidumbre, encontrará legiones de personas dispuestas a creerle.

Solo que nuestra frágil especie, junto a la credulidad y las certezas absurdas, posee también su antídoto, el pensamiento crítico, eso que Hanna Arendt llamaba el “pensar por uno mismo”. Aun cuando eso implique sostener preguntas sin respuesta.

Mariano Horenstein, psicoanalista. Director del Instituto de Formación Psicoanalítica de la Asociación Psicoanalítica de Córdoba

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