jueves, 3 de diciembre de 2020

Un virus nos aísla, navegar es preciso por Mónica Chama

Atenas, año 429, una terrible peste está terminando y Tucídides escribe en su Historia de la guerra del Peloponeso: “ni el miedo a los dioses, ni el respeto de las leyes humanas contenía a ningún hombre”.

¿Qué decir hoy, cuando una nueva plaga parece subvertir todo orden?

Viejas preguntas y antiguos miedos reaparecen en nuestro horizonte. Incertidumbre, ansiedad, desamparo... son las sensaciones que dominan este tiempo inquietante, que vivimos no sin angustia.

No me propongo escribir un tratado sobre las pasiones, sino conjurar algunos saberes que se han establecido como dogmas.

Mi propuesta es desafiar el discurso de la tecnocracia y su pretensión de reducirnos a “un cuerpo amenazado”, sólo contorneado por la biología. Mi propuesta es hacer lugar a esos sentimientos que ésta pesadilla ha desatado, alojarlos, interrogarlos, mirar a los ojos al afecto que no nos engaña.

De otro modo, y negando nuestros brillos y opacidades, nuestra espesura humana, nos encontraremos cada vez más violentos y hostiles, sin comprender qué nos irrita, qué nos enoja..., que también son las sensaciones de estos tiempos.

Un virus ha puesto al mundo en estado de máxima alerta.

Su irrupción ha dejado a la humanidad a la intemperie, abatió ideales y certezas y nos dejó sin brújula ni horizontes…. “Andamos descaminados”, -como acuñó Freud en sus Consideraciones sobre la guerra, en 1915.

Efectivamente, un microscópico agente infeccioso ha desafiado a la ciencia que, de forma precisa e impostergable busca derrotarlo con urgencia. Y la pandemia ha desafiado a los gobiernos, y no son pocos los que, con la mirada de la biopolítica, han convertido derechos ciudadanos en obligaciones que han de ser cumplidas a cualquier precio, como si ello no tuviese costo.

Sin duda, hay un campo de acción en el que el conocimiento científico comanda las acciones. La biología, la epidemiología, el terreno del desarrollo del virus y contagio de la enfermedad...la vacuna – y de su mano un imaginario futuro sin riego-. Allí rige el saber de la ciencia. Ese es su ámbito.

Pero el “coronavirus” se despliega también en otro campo: el campo del fenómeno discursivo que la peste ha puesto en marcha. Ese es el terreno que intento transitar en este escrito. 

Y si digo discurso digo subjetividad, digo inconsciente.

Porque aún antes, desde el alba... alguien pronunciaba nuestro nombre.  Sí, llegamos al mundo inmersos en el universo del lenguaje que nos preexiste y nos constituye. 

Universo que moldea también nuestra subjetividad, conformada en torno a los significantes que la época promueve. Campo discursivo donde se entrecruzan determinados fantasmas colectivos, ideales sociales, acuerdos simbólicos y motivos caprichosos de placer y sufrimiento,[1]

Hoy, pandemia, cuarentena, portador, sospechoso, contagio, distancia social, aislamiento, tapaboca, conforman una apabullante secuencia metonímica comandada por el amo del sentido de la actualidad: “coronavirus”.

Expertos y gobernantes nos alertan que el virus se contagia fácilmente y que nadie puede sentirse a salvo. Precaución tras precaución, transcurren los días con un horizonte en el que “lo peor está por llegar”.

Sin embargo, nadie nos alerta acerca de la coagulación de sentido que el discurso de lo catastrófico ha viralizado.

Un discurso que no sólo da a ver impúdicamente conteos, comparaciones, olvidos y fracasos, sino que esgrime prevenciones y prohibiciones que suponen a la razón como guía del destino del humano.

Entonces, atónitos ante la explosión de explicaciones que replican sin cesar el llamado a la conciencia y la voluntad, vemos emerger al Bien como rector de todo acto.

“Quedarse en casa por el bien de todos”, “no tener contacto físico con quienes amamos por su bien y el nuestro”, taparnos la boca, controlar y denunciar a los “descarriados” ... y como si esto fuera poco “quedarnos sin rituales”, por nuestro bien... obvio.

Ritual, ese fenómeno exclusivamente humano que conjura el dolor, que inicia el duelo por lo perdido, que despide un tiempo...Rituales de paso: egresados, despedidas... y, entre ellos, el rito funerario -inscripción de la muerte en la memoria- su imposibilidad fue, tal vez, el mayor horror de este confinamiento. ¿El mayor acto de deshumanización, que se supone sin consecuencias?

Y quiero citar a Diana Sperling, una filósofa argentina cuyo pensamiento considero ineludible y quien, sin duda, ha enriquecido mi mirada en muchas ocasiones, ésta es una de ellas. 

En su escrito “Viejas y nuevas pestes” recuerda que, en 1909, Freud había sido invitado a Estados Unidos a dictar una serie de conferencias y, antes de desembarcar dijo: “No saben que le traemos la peste”.

“Esa peste, claro, era el psicoanálisis. Un cuerpo extraño que seguramente produciría rechazo en el organismo americano, tan orgulloso de su saber, tan convencido del valor de la voluntad y del yo “empoderado”.

En medio de esa jactancia, la creación freudiana venía a traer la duda y el malestar. 

Verdadera revolución que osó anoticiarnos que el sujeto ya no será el del dominio de sí y la consciencia.... sino el del inconsciente, ese extranjero que habita en nuestra propia casa.

Herida narcisista difícil de digerir por el soberano Yo, ese del “conócete a ti mismo y dominarás el mundo”.

Y mal que les pese a muchos, el ser humano no puede ser reducido a sus determinaciones orgánicas; la física y la química, la probeta y el microscopio lejos están de dar cuenta de nuestra complejidad y nuestros claroscuros”.[2]

No somos una “tropa biológica”, somos una comunidad afectada, de muy diferentes maneras, por una inquietante situación de excepción, que lamentablemente parece normalizarse.                                                                                                                                      

Y, ni la pandemia, ni la cuarentena, nos afecta a todos por igual.

Hay un movimiento que se despliega entre la incidencia de lo traumático en lo particular de cada quien y la pertenencia a ese colectivo dominado por la incertidumbre.

Acerca de los efectos particulares no tengo nada que decir, habría que escuchar a uno por uno.

Pero sí me pregunto por las consecuencias subjetivas    del desconocimiento de las pasiones, en este nuevo paradigma que los poderes van delineando.

De la negación de los afectos que desatan sus decisiones.

De la negación de la eficacia pulsional -negación que el creador del psicoanálisis ligaba a la hipocresía- exhortando a ser más sinceros, “dejar más espacio a la verdad y hacer que nuevamente la vida nos resulte más soportable”[3].

¿Pero cómo hacer un espacio a la verdad?

Creo que hay que subvertir el orden, dejar de correr el límite esperando lo peor, y tener coraje: arriesgarse a salir del Pandemónium y cruzar el Aqueronte dejando atrás el “imperativo virológico” -señalado por el pensador alemán Markus Gabriel-.

Y en esto quiero ser clara, no propongo un desacato. Ante el peligro de la peste hay que prevenirse, cuidarse, y cuidar al otro.

Propongo el amor ante el espanto.

Sé que no es fácil, porque la insistencia de los poderes en magnificar la eficiencia de lo ya conocido, en buscar garantías en cálculos y costos-beneficio y en seguir olvidando la imperiosa necesidad de fortalecer el lazo social como único camino hacia un “nosotros” comunitario hizo que nuevamente se subestimara el valor de aquello que nos hace verdaderamente humanos: el amor hacia el otro, en todas sus variantes.

Así, en algunos países se recurrió a órdenes, mandatos y culpas, olvidando los ejemplos en los que se llamaba a la responsabilidad, y que resultaban exitosos.

En nuestro camino no olvidemos que las consecuencias económicas, políticas, éticas y aún las subjetivas, no pueden ser pensadas al margen de cada escenario particular. No hay “consecuencias” estandarizables.

De lo contrario estaríamos cayendo en aquello que criticamos, la estandarización, la categorización, la respuesta placebo, el calmante oportuno.

Por eso, lo que digo con el poeta es, “navegar es preciso”. [4]

Navegar es recuperarnos “en la pandemia…en el confinamiento” ...

Navegar es deslizarnos por sobre el encierro discursivo que supone nuestra razón como fuente de posibilidad para el “manejo” de la adversidad... y permitirnos dar lugar a los sentimientos que afloran, abrazarlos, alojarlos..., habitar la angustia, la incertidumbre, los miedos.

Hacer agujero de sentido en la retórica catastrófica y arriesgar otra mirada.

Así podemos leer, por ejemplo, a los tantos italianos o españoles, haciendo música en los balcones, en el tan mentado “paseo del perro”, -que se prestaba para que todos salgan-, en aquellos argentinos proyectando dibujos en las paredes de los edificios cercanos….  maneras de inventar cómo hacer sociedad juntos, cómo hacer un lazo que no sea mortífero. Como dejar nuestra marca personal frente a lo común que nos aúna.

Que el miedo no nos haga callar, que el horror no nos deshumanice.

Finalmente llegará el momento en que una vacuna nos liberará del virus.

No hay vacuna contra el inconsciente.

Ante lo que nos toca, no claudicar en nuestro deseo... y hacer... lo posible.

 

Mónica Chama

Psicoanalista

Presidente del Consejo de la Mujer del Instituto Internacional de Derechos Humanos- América

 



[1]     López Héctor, “Soportar la vida” en “Psicoanálisis un discurso en movimiento” 1994

[2]     Sperling, Diana “Viejas y Nuevas Pestes”, Diario El Litoral, 3 de octubre de 2020.-

[3]     Freud, Sigmund “Consideraciones de actualidad sobre la Guerra y la muerte”, 1915

[4]     Poema de Fernando Pessoa.