Atenas, año 429, una terrible peste está terminando y Tucídides escribe
en su Historia de la guerra del Peloponeso: “ni el miedo a los dioses, ni el
respeto de las leyes humanas contenía a ningún hombre”.
¿Qué decir hoy, cuando una nueva plaga parece subvertir todo
orden?
Viejas preguntas y antiguos miedos reaparecen en nuestro
horizonte. Incertidumbre, ansiedad, desamparo... son las sensaciones que
dominan este tiempo inquietante, que vivimos no sin angustia.
No me propongo escribir un tratado sobre las pasiones, sino
conjurar algunos saberes que se han establecido como dogmas.
Mi propuesta es desafiar el discurso de la tecnocracia y su
pretensión de reducirnos a “un cuerpo amenazado”, sólo contorneado por la
biología. Mi propuesta es hacer lugar a esos sentimientos que ésta pesadilla ha
desatado, alojarlos, interrogarlos, mirar a los ojos al afecto que no nos
engaña.
De otro modo, y negando nuestros brillos y opacidades, nuestra
espesura humana, nos encontraremos cada vez más violentos y hostiles, sin
comprender qué nos irrita, qué nos enoja..., que también son las sensaciones de
estos tiempos.
Un virus ha puesto al mundo en estado de máxima alerta.
Su irrupción ha dejado a la humanidad a la intemperie, abatió
ideales y certezas y nos dejó sin brújula ni horizontes…. “Andamos
descaminados”, -como acuñó Freud en sus Consideraciones sobre la guerra, en
1915.
Efectivamente, un microscópico agente infeccioso ha desafiado a
la ciencia que, de forma precisa e impostergable busca derrotarlo con urgencia.
Y la pandemia ha desafiado a los gobiernos, y no son pocos los que, con la
mirada de la biopolítica, han convertido derechos ciudadanos en obligaciones
que han de ser cumplidas a cualquier precio, como si ello no tuviese costo.
Sin duda, hay un campo de acción en el que el conocimiento
científico comanda las acciones. La biología, la epidemiología, el terreno del
desarrollo del virus y contagio de la enfermedad...la vacuna – y de su mano un
imaginario futuro sin riego-. Allí rige el saber de la ciencia. Ese es su
ámbito.
Pero el “coronavirus” se despliega también en otro campo: el campo
del fenómeno discursivo que la peste ha puesto en marcha. Ese es el terreno que
intento transitar en este escrito.
Y si digo discurso digo subjetividad, digo inconsciente.
Porque aún antes, desde el alba... alguien pronunciaba nuestro
nombre. Sí, llegamos al mundo inmersos
en el universo del lenguaje que nos preexiste y nos constituye.
Universo que moldea también nuestra subjetividad, conformada en
torno a los significantes que la época promueve. Campo discursivo donde se
entrecruzan determinados fantasmas colectivos, ideales sociales, acuerdos
simbólicos y motivos caprichosos de placer y sufrimiento,[1]
Hoy, pandemia, cuarentena, portador, sospechoso, contagio,
distancia social, aislamiento, tapaboca, conforman una apabullante secuencia
metonímica comandada por el amo del sentido de la actualidad: “coronavirus”.
Expertos y gobernantes nos alertan que el virus se contagia
fácilmente y que nadie puede sentirse a salvo. Precaución tras precaución,
transcurren los días con un horizonte en el que “lo peor está por llegar”.
Sin embargo, nadie nos alerta acerca de la coagulación de
sentido que el discurso de lo catastrófico ha viralizado.
Un discurso que no sólo da a ver impúdicamente conteos,
comparaciones, olvidos y fracasos, sino que esgrime prevenciones y
prohibiciones que suponen a la razón como guía del destino del humano.
Entonces, atónitos ante la explosión de explicaciones que
replican sin cesar el llamado a la conciencia y la voluntad, vemos emerger al
Bien como rector de todo acto.
“Quedarse en casa por el bien de todos”, “no tener contacto
físico con quienes amamos por su bien y el nuestro”, taparnos la boca,
controlar y denunciar a los “descarriados” ... y como si esto fuera poco “quedarnos
sin rituales”, por nuestro bien... obvio.
Ritual, ese fenómeno exclusivamente humano que conjura el dolor,
que inicia el duelo por lo perdido, que despide un tiempo...Rituales de paso:
egresados, despedidas... y, entre ellos, el rito funerario -inscripción de la
muerte en la memoria- su imposibilidad fue, tal vez, el mayor horror de este
confinamiento. ¿El mayor acto de deshumanización, que se supone sin
consecuencias?
Y quiero citar a Diana Sperling, una filósofa argentina cuyo
pensamiento considero ineludible y quien, sin duda, ha enriquecido mi mirada en
muchas ocasiones, ésta es una de ellas.
En su escrito “Viejas y nuevas pestes” recuerda que, en
1909, Freud había sido invitado a Estados Unidos a dictar una serie de
conferencias y, antes de desembarcar dijo: “No saben que le traemos la peste”.
“Esa peste, claro, era el psicoanálisis. Un cuerpo extraño que
seguramente produciría rechazo en el organismo americano, tan orgulloso de su
saber, tan convencido del valor de la voluntad y del yo “empoderado”.
En medio de esa jactancia, la creación freudiana venía a traer la
duda y el malestar.
Verdadera revolución que osó anoticiarnos que el sujeto ya no será el del dominio de sí y la consciencia.... sino
el del
inconsciente, ese extranjero que habita en nuestra propia casa.
Herida narcisista difícil de digerir por el soberano Yo, ese
del “conócete a ti mismo y dominarás el mundo”.
Y mal que les pese a muchos, el ser humano no puede ser reducido a
sus determinaciones orgánicas; la física y la química, la probeta y el
microscopio lejos están de dar cuenta de nuestra complejidad y nuestros
claroscuros”.[2]
No somos una “tropa biológica”,
somos una comunidad afectada, de muy diferentes maneras, por una inquietante
situación de excepción, que lamentablemente parece normalizarse.
Y, ni la pandemia, ni la cuarentena, nos afecta a todos por
igual.
Hay un movimiento que se despliega entre la incidencia de lo
traumático en lo particular de cada quien y la pertenencia a ese colectivo
dominado por la incertidumbre.
Acerca de los efectos particulares no tengo nada que decir,
habría que escuchar a uno por uno.
Pero sí me pregunto por las consecuencias subjetivas del
desconocimiento de las pasiones, en este nuevo paradigma que los poderes van
delineando.
De la negación de los afectos que desatan sus decisiones.
De la negación de la eficacia pulsional -negación que el creador
del psicoanálisis ligaba a la hipocresía- exhortando a ser más sinceros, “dejar
más espacio a la verdad y hacer que nuevamente la vida nos resulte más
soportable”[3].
¿Pero cómo hacer un espacio a la verdad?
Creo que hay que subvertir el orden, dejar de correr el límite
esperando lo peor, y tener coraje: arriesgarse a salir del Pandemónium y cruzar
el Aqueronte dejando atrás el “imperativo virológico” -señalado por el pensador
alemán Markus Gabriel-.
Y en esto quiero ser clara, no propongo un desacato. Ante el
peligro de la peste hay que prevenirse, cuidarse, y cuidar al otro.
Propongo el amor ante el espanto.
Sé que no es fácil, porque la insistencia de los poderes en
magnificar la eficiencia de lo ya conocido, en buscar garantías en cálculos y
costos-beneficio y en seguir olvidando la imperiosa necesidad de fortalecer el
lazo social como único camino hacia un “nosotros” comunitario hizo que
nuevamente se subestimara el valor de aquello que nos hace verdaderamente
humanos: el amor hacia el otro, en todas sus variantes.
Así, en algunos países se recurrió a órdenes, mandatos y culpas,
olvidando los ejemplos en los que se llamaba a la responsabilidad, y que
resultaban exitosos.
En nuestro camino no olvidemos que las consecuencias económicas,
políticas, éticas y aún las subjetivas, no pueden ser pensadas al margen de
cada escenario particular. No hay “consecuencias” estandarizables.
De lo contrario estaríamos cayendo en aquello que criticamos, la
estandarización, la categorización, la respuesta placebo, el calmante oportuno.
Por eso, lo que digo con el poeta es, “navegar es preciso”. [4]
Navegar es recuperarnos “en la pandemia…en el confinamiento” ...
Navegar es deslizarnos por sobre el encierro discursivo que
supone nuestra razón como fuente de posibilidad para el “manejo” de la
adversidad... y permitirnos dar lugar a los sentimientos
que afloran, abrazarlos, alojarlos..., habitar la angustia, la incertidumbre,
los miedos.
Hacer agujero de sentido en la retórica catastrófica y arriesgar
otra mirada.
Así podemos leer, por ejemplo, a los tantos italianos o españoles,
haciendo música en los balcones, en el tan mentado “paseo del perro”, -que se
prestaba para que todos salgan-, en aquellos argentinos proyectando dibujos en
las paredes de los edificios cercanos….
maneras de inventar cómo hacer sociedad juntos, cómo hacer un lazo que
no sea mortífero. Como dejar nuestra marca personal frente a lo común que nos
aúna.
Que el miedo no nos haga callar, que el horror no nos
deshumanice.
Finalmente llegará el momento en que una vacuna nos liberará del
virus.
No hay vacuna contra el inconsciente.
Ante lo que nos toca, no claudicar en nuestro deseo... y
hacer... lo posible.
Mónica Chama
Psicoanalista
Presidente del Consejo de la Mujer del Instituto Internacional
de Derechos Humanos- América
[1] López Héctor, “Soportar la
vida” en “Psicoanálisis un discurso en movimiento” 1994
[2] Sperling, Diana “Viejas y
Nuevas Pestes”, Diario El Litoral, 3 de octubre de 2020.-
[3] Freud, Sigmund “Consideraciones de
actualidad sobre la Guerra y la muerte”, 1915
[4] Poema
de Fernando Pessoa.