lunes, 20 de julio de 2020

La cuarentena y el pan nuestro de cada día por Carlos Barredo


                                                                                                           Ognuno sta solo
                                                                                                                                                      sul cuor della terra
                                                                                                                                                      trafitto da un raggio de sole.
                                                                                                                                                      Ed é subito sera…
                                   
                                                                                                               Salvatore Quasimodo[1]
                                                                                                       
La pandemia nos confronta con una situación inédita y de consecuencias tan imprevisibles como inciertas para nuestro futuro inmediato. Sobre afirmaciones de este tipo parece haber un consenso extendido. En este breve escrito quiero sólo centrarme en dos aspectos afortunados de nuestra labor como analistas y en una reflexión sobre el uso del lenguaje que surgió como efecto del aislamiento por el que estamos afectados.

La primera constatación grata, es que casi todos los analistas de los que tengo noticias han podido preservar su tarea por medio de la utilización de herramientas virtuales. Esto nos brinda una privilegiada tranquilidad respecto de nuestro medio de subsistencia, en comparación con varios ámbitos profesionales que no han podido gozar de esa posibilidad.

La emergencia abrupta, extendida e inesperada, de esta modalidad de trabajar, en el panorama de la tarea cotidiana de los analistas, no puede pensarse sin una incidencia decisiva sobre discusiones instaladas, hace ya un tiempo, en la comunidad analítica. En ellas se debatía, con intensidad creciente, acerca de similitudes y diferencias, ventajas y desventajas de este tipo de tratamientos a distancia. Como suele ser habitual en este tipo de controversias, los bandos se repartían entre los entusiastas promotores, cuando no propagandistas, de las nuevas formas de abordaje y los no menos enérgicos defensores de las condiciones presenciales, imprescindibles a su entender, para poder llevar adelante una cura concebida como analítica. Sumado a que todas estas discrepancias se resaltaban e incrementaban cuando eran referidas a los análisis de formación que deberían ser reconocidos como tales por las Sociedades componentes de IPA.

En el paisaje que daba lugar a estos intercambios, la irrupción de las condiciones actuales funcionó a la manera de un viento huracanado que pone a prueba la consistencia de los cimientos conceptuales que sostienen nuestro quehacer. La aceleración así impuesta, por condiciones de hecho, al debate en curso, plantea como difícilmente posible (entiendo que tampoco deseable) imaginar una vuelta a las condiciones del “statu quo ante”, del huracán. El retorno a las condiciones presenciales en nuestra praxis debería necesariamente incluir una reflexión sobre las nociones que hacen al fundamento de nuestra disciplina y las relaciones que mantenemos con ellas. Lo contrario sería dejar pasar la oportunidad de hacer experiencia de lo vivido. Necedad de la que históricamente hemos dado muestras de no estar exentos y que podríamos reproducir en un escenario de regreso a lo anterior,  con la convicción de estar ya vacunados contra cualquier amenaza de cambio, aferrados a la omnipotencia de creencias dogmáticas, a prueba de cualquier devenir temporal.

 Un “beneficio” colateral constatable (contrapunto con la noción de “daño”), es la mayor cercanía, alfabetización y familiaridad con los medios tecnológicos, impuesta por las circunstancias, para muchos de nosotros ahora incluidos en la categoría de “población de riesgo” (¿de fosilizarnos?). Beneficio que debería contribuir a calmar la inquietud existente por el “agement” en nuestra comunidad analítica cercana.

La segunda buena nueva es la comprobación, con satisfacción y sorpresa en ocasiones, de que el dispositivo inventado por Freud y formalizado luego por Lacan como “discurso analítico” funciona y como praxis produce efectos, aun en condiciones aparentemente muy alejadas del contexto en que fue ideado.

Es indudable que la presencia del cuerpo de analista y analizante en un espacio compartido delimitado (“two bodys in the same room” especifica el “Procedural Code”) tiene consecuencias profundas, y más allá de lo perceptible, que condicionan e inciden sobre la posibilidad del intercambio analítico. Es claro, además, que los efectos de esa presencia deberán “entrar en la conversación”, para poder ser abordados, en la instalación y despliegue de la transferencia, necesarios para dirigir una cura. Teniendo siempre presente, claro está (¿está?), que se trata en nuestra praxis del cuerpo de un sujeto hablante (al que Lacan bautizara con el neologismo “parlêtre”), afectado por la palabra en el campo del lenguaje, y que nuestra responsabilidad es siempre impedir que se lo reduzca a un cuerpo-organismo biológico. Esto hace imprescindible que se interroguen significantes como “cuerpo real” o “presencia real”, en toda la complejidad de sus resonancias. Entre otras aquella donde Lacan articula la “presencia real” con el fenómeno de la eucaristía (en el Seminario VIII) como para no quedar prendados en los sentidos comunes de esos significantes que creemos comprender como evidentes.

 En las condiciones actuales, la privación de esa presencia se acompaña de una cantidad de fenómenos observables que los analistas no dejan de destacar: las distintas modalidades con que los analizantes se muestran en el marco de sus pantallas y dan a ver el contexto en que se exhiben, las inquietudes que surgen sobre ser invadidos de maneras intrusivas en espacios hasta entonces fuera del alcance de la percepción del analista.  Algo similar acontece respecto a la escena inusual en que el analista se ve llevado a tener que aparecer, su vivienda, su atuendo, etc.

No se trata de negar estas diferencias evidentes, ni de afirmar que todo transcurre en el análisis como si nada de esto afectara su funcionamiento, sino de constatar que, aun en condiciones tan distintas, algo del psicoanálisis está preservado y funciona: eso que se presenta como un dispositivo reglado de intercambio hablado, en que alguien dice de sí lo que no sabe, dirigiéndolo a un lugar en la transferencia así instaurada desde donde se le puede responder. Cuando esa respuesta toma la forma de una interpretación, cobra un efecto de sorpresa para analizante y analista. Sorpresa a la que el único sujeto en análisis, el analizante, responde con la producción de nuevas asociaciones. Intercambio asimétrico por estructura, por medio del cual el sujeto va modificando su distancia con el inconciente que lo determina. Aquello que le es más íntimo  y a la vez más extrañamente ajeno.

Que este dispositivo se instale y funcione, no es algo que dependa solo, ni siquiera principalmente, de condiciones exteriores al mismo, sino fundamentalmente de que el analista ocupe el lugar que el dispositivo le adjudica en la transferencia. De allí nuestra responsabilidad. Por eso creo que no se trata de sujetarnos a la pureza de preceptos técnicos ni de fascinarnos por la novedad de modificaciones impuestas por las circunstancias. Eric Laurent, parafraseando a Lacan, afirma algo así como que tenemos que saber servirnos de skype para poder prescindir de él.

En la misma línea, acuerdo con Miguel Bassols quien sostiene que si  bien la infección virósica es un fenómeno biológico, la pandemia es un acontecer de orden político, un hecho de discurso, a escala mundial, que instala significantes amo que el discurso analítico debería cuestionar, interrogar, por ejemplo: “distancia social”. Significante que, en nombre del bien de todos, promueve decisiones tendientes a imponer una biopolítica de goce de los cuerpos.

Así, la pandemia que enfrentamos los analistas en nuestra praxis es la que Serge André, quien falleciera en 2003, situó como “la pavorosa prisión del lenguaje unificado y el fantasma estandarizado, en que nos encierra la dictadura del discurso común” (y esa es la peor de las cuarentenas que cotidianamente confinan tanto nuestros desplazamientos como nuestros modos de pensar). A este intento de sumisión religiosa del sentido común, Lacan respondió con su propuesta de “herejía”, en la que resuena su tríptico RSI, en el equívoco de su  pronunciación en francés: “her-es-ie”.

A esta propuesta pandémica permanente de significantes amo, el discurso del análisis ha de responder con cuestionamientos que hagan vacilar el sentido ordenado, promoviendo un giro que histerificando el discurso facilite la entrada en análisis. Es esta vía la que determina que el goce del síntoma “entre en la conversación”.

Creo que la alegría por la satisfacción de constatar que el psicoanálisis funciona, aun en el contexto impuesto tanto por la época como por su pandemia, es algo compartido por muchos colegas y me atrevería a conjeturar que Freud lo sentiría de un modo similar. Pienso que lejos de anatemizar lo acontecido como una desviación de la especificidad de su creación, como le sucediera con Adler o Jung, leería el fenómeno como una confirmación más de la solidez y consistencia de su invención.

Por último me referiré a una experiencia de los inicios de este confinamiento, en los primeros días de abril. Se inició entonces entre muchos colegas una cadena denominada de “intercambio poético” en que se nos proponía enviar un texto, poema o verso que “nos haya afectado en tiempos difíciles”, sin pensarlo demasiado, a un nombre propuesto en una lista inicial, aunque no se conociera al destinatario. De esta manera se lanzaba un intercambio donde luego de enviar el texto solicitado, se recibían una serie de respuestas similares provenientes de los participantes en el juego propuesto.

El ejercicio, colectivo, creativo y estimulante, tal como fuese ideado por sus creadores, provocó en mí, resonancias múltiples. Quiero destacar una que más allá del goce de la lectura suscitado por textos bellos en general, me sumergió en una serie de reflexiones sobre la experiencia del lenguaje en los hablantes y en los analistas en particular. Se desató en principio con la recepción de un texto atribuido a Borges, hermosamente escrito claro está, que no obstante me suscitaba una inquietud no muy precisable que fue aclarándose de a poco: había algo en el texto que hacía dudar que proviniese de la pluma de nuestro poeta mayor. Sobretodo era difícil reconocer el espíritu borgeano en la letra esperanzada y optimista del contenido propuesto por el texto a modo de enseñanza de vida y alejado de la profunda ironía y el humor ácido que suelen ser el sello de autenticidad de las obras de Borges.

Así me vi llevado a pensar que la mención de “tiempos difíciles”, formulada en la propuesta y que seguramente aludía a lo que el confinamiento nos provocaba: incertidumbre sobre nuestro futuro, inquietantes elucubraciones sobre aquello a lo que nos confrontaría el tiempo que nos queda por delante, etc., podría haber influido en la elección de estos textos esperanzados y tranquilizadores por la sabiduría que intentaban instilar en un marco de consideraciones con tintes francamente espirituales sino religiosos.

Luego me pasó algo similar con un texto que me enviaron como de Neruda: “Queda prohibido”. Me ayudó entonces lo sucedido antes con el texto de Borges, ya que mi familiaridad con la poesía de Neruda es bastante más escasa. Me parecía extraño que un poeta se viese llevado a producir ese tipo de textos. Fue entonces que apelando, como en el caso anterior, al saber de nuestra época: Google, encontré la misma clase de respuesta. En ambos casos se trataba de textos que circularon como atribuidos a los poetas mencionados, pero originados en otros autores. Efectivamente, el texto atribuido a Borges provendría de la escritora norteamericana Nadine Stair, que lo habría publicado en 1978 y el adjudicado a Neruda provendría de Alfredo Cuervo Barrero, joven escritor que al publicarlo no habría leído nunca a Neruda.

Recordé entonces lo que ya sabía: la experiencia del lenguaje en la palabra profética es esencialmente distinta a la del poeta. La palabra de un profeta intenta ejercer un poder performativo sobre el futuro, modelándolo en base a una palabra divina que busca generar creencia y convicción en un sentido único que, apuntando al bien de todos funcione como orientación o  guía de vida. El significante “profeta” debería ser atendido, además, en la resonancia del lunfardo porteño que hace eco a las ambiciones académico-pedagógicas de muchos psicoanalistas, por lo que ello podría incidir en su posición a la hora de conducir una cura.

Hace ya muchos años, en un trabajo sobre la interpretación[2], utilicé como epígrafe una frase de Santiago Kovadloff: “Un poeta no es un predicador. No dice cosas importantes. Remite a cosas importantes mediante lo que dice”.[3] Queda claro que la relación con el lenguaje aquí implicada, que debería regir la tarea interpretativa en la praxis psicoanalítica, es fundamentalmente diferente de la anteriormente mencionada, donde la prevalencia del sentido busca producir una fascinación hipnótica.

En su esquema o cuadrípodo de los discursos donde Lacan da cuenta de las distintas relaciones con el lenguaje antes mencionadas, se preserva el lugar de vacío de sentido que impide a cada discurso cerrarse sobre sí, haciendo posible el giro de uno a otro que el discurso del analista debe preservar.

Coherente con esta enseñanza, Colette Soler postula su neologismo: “acteísmo”[4], (condensando acto y ateísmo), para indicarnos que es por la vía de un acto que apunte a lo real, y por tanto fuera del sentido, que ha de formularse una propuesta de final no religiosa para los análisis. La caída del sentido junto con la del saber del Otro que le haría de garante, es consecuencia de un efecto de estructura, y el ateísmo del sujeto no es una cuestión de creencia, no es una profesión de fe o su negación lo que está en juego.

Pienso que así se abre ante nosotros la puerta hacia una ética del deseo que no es la del  bien de todos, no por cierto la de un ideal de salud mental dictado por un psicoanálisis médico y no laico (profano, ateo), puerta que de nosotros depende el mantenerla abierta en un intercambio presencial o virtual según la ocasión, para que cada analizante pueda verse confrontado con la  alternativa de una elección posible pero no prescriptiva. En momentos en que las prescripciones están a la orden del día, la vía singular que el análisis propone se torna cada vez más necesaria.
En cada caso, cada día, cada sesión.



[1] Los exquisitos versos del epígrafe que expresan de manera infinitamente más sutil y sucinta lo que intento reflejar en mi texto, los debo al amigo y psicoanalista Enrique Torres, de Córdoba, que me los envió como parte del ejercicio de intercambio poético que menciono. La versión en español reza: “Cada uno está solo//sobre el corazón de la tierra//atravesado por un rayo de sol. //Y de pronto es la tarde…
[2]La mente es cosa seria la interpretación es un chiste”. En: La misteriosa desaparición de las neurosis, Bs.As. Letra Viva Ed. 1998.
[3] “Señales de la poesía” La Nación 2/8/92.
[4] “Soler, C., El acteísmo analítico”. En Revista de Psicoanálisis, APdeBA. Número sobre: Transmisión y ética (en prensa) mayo de 2020.

Carlos Barredo, psicoanalista. Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires. Argentina.

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