(nota
publicada en Babelia, suplemento cultural del diario El País de Madrid, el 26
de junio de 2019)
Exactamente un siglo
atrás, Freud escribía al pastor Oskar Pfister: “la evidente
brutalidad de nuestros tiempos pesa sobre nosotros”. Su adorada hija Sophie
acababa de morir víctima de una peste, la mal llamada gripe española.
Diez años después publicaba El
malestar en la cultura, un libro menospreciado como un texto más
sociológico que psicoanalítico, meras especulaciones del estilo tardío del
maestro vienés.
En ese
texto Freud, como haría Walter Benjamin otros diez años más tarde, anunciaba de
algún modo el lado B de la cultura, su cara oscura. Mientras el filósofo
desnudaba el reverso de barbarie que anidaba en todo documento de cultura, el
psicoanalista diseccionaba el mecanismo gracias al cual el descontento y la
insatisfacción eran una consecuencia necesaria y no aleatoria de la naturaleza
cultural de nuestra especie.
Freud tenía
con la lengua alemana -al igual que Benjamin y Kafka- un vínculo que la
subvertía desde la impronta de su judaísmo laico, una relación tensa e incómoda
que subrayaba su radical extranjería frente a la cultura que habitaban. Quizás
ese modo extranjero de pensar fuera lo que les permitió la distancia justa para
pensar más allá de aquellos demasiado imbuidos de su pertenencia cultural.
El malestar en la cultura fue publicado en un contexto que justificaba el
pesimismo -o el crudo realismo- que lo había alumbrado: la crisis económica se
generalizaba y la bolsa de Nueva York caía mientras Freud entregaba su
manuscrito al editor. En Europa, Hitler iniciaba su vertiginoso ascenso.
En ese texto sombrío y a
la vez luminoso, Freud describía tres fuentes del sufrimiento que nos
acicateaba: las debilidades de nuestro cuerpo, el carácter indomeñable del
mundo exterior, (el infierno de) los otros.
Y a la vez detallaba las
estrategias de las que nos valíamos para dar cuenta de nuestra intemperie,
desde la huida radical de la realidad encarnada en la psicosis, pasando por el
consumo de tóxicos u otros quitapenas para hacerla soportable, hasta el precio
que pagamos la mayoría por nuestra naturaleza cultural, la neurosis nuestra de
cada día.
¿Cuánto permanece de todo
aquello noventa años después?
Ya antes de la pandemia,
nuestra especie se encontraba en medio de una mutación fenomenal,
convirtiéndose en digital cuando antes era analógica, desligando las
identidades sexuales de sus enclaves corporales o pensando nuevos modos de
agrupamiento familiar frente a los cuales los modelos de un siglo atrás tenían
en común apenas el nombre. Donde antes había represión victoriana hoy hay un
libre juego en torno a lo sexual, donde a menudo se impone un mandato inverso:
el de gozar de todo, a como dé lugar.
Los tóxicos que Freud podría
haber imaginado mientras escribía -absenta, opio, hashish- resultan rústicos
ensayos frente las eficaces drogas de diseño o los ansiolíticos de uso diario
naturalizados en nuestra cultura. La cocaína -en la que Freud mismo fue pionero
en su afán de descubrimientos- ha hecho también su camino.
Los grandes relatos que
ordenaban el mundo en la escena de escritura del Malestar han cambiado también… ¿tanto? El marxismo en tanto
práctica política ascendente -cuestionado por Freud- se ha estrellado, pero
proyectos populistas de derecha e izquierda se enseñorean en las democracias
occidentales. Mientras tanto, el cristianismo hegemónico en Europa ha dado
lugar a una mayor dosis de laicismo pero también a su contracara, el
resurgimiento de corrientes fundamentalistas de variado pelaje. La severa
Depresión a la que se encaminaba el mundo en 1930 quizás no sea demasiado
distinta de la que pareciera aguardarnos cuando la pandemia sea cosa del
pasado.
En la escritura del Malestar estaban presentes los estragos
de la peste o los de la Gran Guerra. Hoy nos ocupa otro virus, pero los
conflictos de baja intensidad donde los drones han reemplazado a la infantería
y los misiles a los gases tóxicos probablemente den lugar a fenómenos como los
que Benjamin describiera en los soldados que venían del frente, mudos,
incapaces de poner en palabras su experiencia. No solo se derrumbaba Wall
Street, sino la misma noción de experiencia, ésa que el psicoanálisis rescataba
hasta hacer corazón y hueso de su práctica.
Sí ha mutado la cultura
quizás, haciéndose más refractaria al malestar. Un paradigma de las superficies
ha desplazado al de la profundidad (y recordemos que el psicoanálisis surgió
asimilado a una psicología de las profundidades) mientras la nuevas
generaciones se extrañan de los morosos hábitos de la lectura o la disciplina
del pensamiento. Donde antes había preguntas proliferan respuestas que prometen
curas milagrosas a la incertidumbre; donde antes lo fallido gozaba de cierto
prestigio, hoy nos afanamos en cegarlo con objetos de consumo; mientras antes
había lugar para la palabra extranjera, hoy la xenofobia no cesa de crecer.
Pese a eso, el desajuste
radical que nos habita en tanto miembros de la especie humana, el precio que
pagamos por ser sujetos del lenguaje y la cultura, no ha variado en verdad
demasiado. Se añora, eso sí, un espacio que rescate la fertilidad del malestar,
ése que podría hacer nuestras vidas más vivibles y nuestros tiempos menos
brutales.
Mariano Horenstein, psicoanalista. Director del
Instituto de Formación Psicoanalítica de la Asociación Psicoanalítica de
Córdoba
APC, "espacio que rescatA la fertilidad del malestar". Gracias.
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