Ognuno sta solo
sul cuor della terra
trafitto da un raggio de sole.
Ed é subito sera…
sul cuor della terra
trafitto da un raggio de sole.
Ed é subito sera…
Salvatore Quasimodo[1]
La pandemia nos confronta con una situación inédita
y de consecuencias tan
imprevisibles como inciertas para nuestro futuro inmediato. Sobre afirmaciones
de este tipo parece haber un consenso extendido. En este breve escrito quiero sólo
centrarme en dos aspectos afortunados de nuestra labor como analistas y en una
reflexión sobre el uso del lenguaje que surgió como efecto del aislamiento por
el que estamos afectados.
La
primera constatación grata, es que casi todos los analistas de los que tengo
noticias han podido preservar su tarea por medio de la utilización de
herramientas virtuales. Esto nos brinda una privilegiada tranquilidad respecto
de nuestro medio de subsistencia, en comparación con varios ámbitos
profesionales que no han podido gozar de esa posibilidad.
La
emergencia abrupta, extendida e inesperada, de esta modalidad de trabajar, en
el panorama de la tarea cotidiana de los analistas, no puede pensarse sin una
incidencia decisiva sobre discusiones instaladas, hace ya un tiempo, en la
comunidad analítica. En ellas se debatía, con intensidad creciente, acerca de
similitudes y diferencias, ventajas y desventajas de este tipo de tratamientos
a distancia. Como suele ser habitual en este tipo de controversias, los bandos
se repartían entre los entusiastas promotores, cuando no propagandistas, de las
nuevas formas de abordaje y los no menos enérgicos defensores de las
condiciones presenciales, imprescindibles a su entender, para poder llevar
adelante una cura concebida como analítica. Sumado a que todas estas
discrepancias se resaltaban e incrementaban cuando eran referidas a los
análisis de formación que deberían ser reconocidos como tales por las
Sociedades componentes de IPA.
En el
paisaje que daba lugar a estos intercambios, la irrupción de las condiciones
actuales funcionó a la manera de un viento huracanado que pone a prueba la
consistencia de los cimientos conceptuales que sostienen nuestro quehacer. La
aceleración así impuesta, por condiciones de hecho, al debate en curso, plantea
como difícilmente posible (entiendo que tampoco deseable) imaginar una vuelta a
las condiciones del “statu quo ante”, del huracán. El retorno a las condiciones
presenciales en nuestra praxis debería necesariamente incluir una reflexión
sobre las nociones que hacen al fundamento de nuestra disciplina y las
relaciones que mantenemos con ellas. Lo contrario sería dejar pasar la
oportunidad de hacer experiencia de lo vivido. Necedad de la que históricamente
hemos dado muestras de no estar exentos y que podríamos reproducir en un
escenario de regreso a lo anterior, con
la convicción de estar ya vacunados contra cualquier amenaza de cambio,
aferrados a la omnipotencia de creencias dogmáticas, a prueba de cualquier
devenir temporal.
Un “beneficio” colateral constatable
(contrapunto con la noción de “daño”), es la mayor cercanía, alfabetización y familiaridad
con los medios tecnológicos, impuesta por las circunstancias, para muchos de
nosotros ahora incluidos en la categoría de “población de riesgo” (¿de fosilizarnos?).
Beneficio que debería contribuir a calmar la inquietud existente por el
“agement” en nuestra comunidad analítica cercana.
La
segunda buena nueva es la comprobación, con satisfacción y sorpresa en
ocasiones, de que el dispositivo inventado por Freud y formalizado luego por
Lacan como “discurso analítico” funciona y como praxis produce efectos, aun en
condiciones aparentemente muy alejadas del contexto en que fue ideado.
Es
indudable que la presencia del cuerpo de analista y analizante en un espacio
compartido delimitado (“two bodys in the same room” especifica el “Procedural
Code”) tiene consecuencias profundas, y más allá de lo perceptible, que
condicionan e inciden sobre la posibilidad del intercambio analítico. Es claro,
además, que los efectos de esa presencia deberán “entrar en la conversación”,
para poder ser abordados, en la instalación y despliegue de la transferencia,
necesarios para dirigir una cura. Teniendo siempre presente, claro está
(¿está?), que se trata en nuestra praxis del cuerpo de un sujeto hablante (al que
Lacan bautizara con el neologismo “parlêtre”), afectado por la palabra en el
campo del lenguaje, y que nuestra responsabilidad es siempre impedir que se lo
reduzca a un cuerpo-organismo biológico. Esto hace imprescindible que se
interroguen significantes como “cuerpo real” o “presencia real”, en toda la
complejidad de sus resonancias. Entre otras aquella donde Lacan articula la
“presencia real” con el fenómeno de la eucaristía (en el Seminario VIII) como
para no quedar prendados en los sentidos comunes de esos significantes que
creemos comprender como evidentes.
En las condiciones actuales, la privación de
esa presencia se acompaña de una cantidad de fenómenos observables que los
analistas no dejan de destacar: las distintas modalidades con que los
analizantes se muestran en el marco de sus pantallas y dan a ver el contexto en
que se exhiben, las inquietudes que surgen sobre ser invadidos de maneras
intrusivas en espacios hasta entonces fuera del alcance de la percepción del
analista. Algo similar acontece respecto
a la escena inusual en que el analista se ve llevado a tener que aparecer, su
vivienda, su atuendo, etc.
No se
trata de negar estas diferencias evidentes, ni de afirmar que todo transcurre
en el análisis como si nada de esto afectara su funcionamiento, sino de
constatar que, aun en condiciones tan distintas, algo del psicoanálisis está
preservado y funciona: eso que se presenta como un dispositivo reglado de
intercambio hablado, en que alguien dice de sí lo que no sabe, dirigiéndolo a
un lugar en la transferencia así instaurada desde donde se le puede responder.
Cuando esa respuesta toma la forma de una interpretación, cobra un efecto de
sorpresa para analizante y analista. Sorpresa a la que el único sujeto en
análisis, el analizante, responde con la producción de nuevas asociaciones.
Intercambio asimétrico por estructura, por medio del cual el sujeto va
modificando su distancia con el inconciente que lo determina. Aquello que le es
más íntimo y a la vez más extrañamente
ajeno.
Que
este dispositivo se instale y funcione, no es algo que dependa solo, ni
siquiera principalmente, de condiciones exteriores al mismo, sino
fundamentalmente de que el analista ocupe el lugar que el dispositivo le
adjudica en la transferencia. De allí nuestra responsabilidad. Por eso creo que
no se trata de sujetarnos a la pureza de preceptos técnicos ni de fascinarnos
por la novedad de modificaciones impuestas por las circunstancias. Eric Laurent,
parafraseando a Lacan, afirma algo así como que tenemos que saber servirnos de
skype para poder prescindir de él.
En la
misma línea, acuerdo con Miguel Bassols quien sostiene que si bien la infección virósica es un fenómeno
biológico, la pandemia es un acontecer de orden político, un hecho de discurso,
a escala mundial, que instala significantes amo que el discurso analítico
debería cuestionar, interrogar, por ejemplo: “distancia social”. Significante
que, en nombre del bien de todos, promueve decisiones tendientes a imponer una biopolítica
de goce de los cuerpos.
Así,
la pandemia que enfrentamos los analistas en nuestra praxis es la que Serge
André, quien falleciera en 2003, situó como “la pavorosa prisión del lenguaje
unificado y el fantasma estandarizado, en que nos encierra la dictadura del
discurso común” (y esa es la peor de las cuarentenas que cotidianamente
confinan tanto nuestros desplazamientos como nuestros modos de pensar). A este
intento de sumisión religiosa del sentido común, Lacan respondió con su
propuesta de “herejía”, en la que resuena su tríptico RSI, en el equívoco de su
pronunciación en francés: “her-es-ie”.
A
esta propuesta pandémica permanente de significantes amo, el discurso del
análisis ha de responder con cuestionamientos que hagan vacilar el sentido ordenado,
promoviendo un giro que histerificando el discurso facilite la entrada en
análisis. Es esta vía la que determina que el goce del síntoma “entre en la
conversación”.
Creo
que la alegría por la satisfacción de constatar que el psicoanálisis funciona, aun
en el contexto impuesto tanto por la época como por su pandemia, es algo
compartido por muchos colegas y me atrevería a conjeturar que Freud lo sentiría
de un modo similar. Pienso que lejos de anatemizar lo acontecido como una
desviación de la especificidad de su creación, como le sucediera con Adler o
Jung, leería el fenómeno como una confirmación más de la solidez y consistencia
de su invención.
Por
último me referiré a una experiencia de los inicios de este confinamiento, en
los primeros días de abril. Se inició entonces entre muchos colegas una cadena
denominada de “intercambio poético” en que se nos proponía enviar un texto,
poema o verso que “nos haya afectado en tiempos difíciles”, sin pensarlo
demasiado, a un nombre propuesto en una lista inicial, aunque no se conociera
al destinatario. De esta manera se lanzaba un intercambio donde luego de enviar
el texto solicitado, se recibían una serie de respuestas similares provenientes
de los participantes en el juego propuesto.
El
ejercicio, colectivo, creativo y estimulante, tal como fuese ideado por sus
creadores, provocó en mí, resonancias múltiples. Quiero destacar una que más
allá del goce de la lectura suscitado por textos bellos en general, me sumergió
en una serie de reflexiones sobre la experiencia del lenguaje en los hablantes
y en los analistas en particular. Se desató en principio con la recepción de un
texto atribuido a Borges, hermosamente escrito claro está, que no obstante me
suscitaba una inquietud no muy precisable que fue aclarándose de a poco: había
algo en el texto que hacía dudar que proviniese de la pluma de nuestro poeta
mayor. Sobretodo era difícil reconocer el espíritu borgeano en la letra
esperanzada y optimista del contenido propuesto por el texto a modo de
enseñanza de vida y alejado de la profunda ironía y el humor ácido que suelen
ser el sello de autenticidad de las obras de Borges.
Así
me vi llevado a pensar que la mención de “tiempos difíciles”, formulada en la
propuesta y que seguramente aludía a lo que el confinamiento nos provocaba:
incertidumbre sobre nuestro futuro, inquietantes elucubraciones sobre aquello a
lo que nos confrontaría el tiempo que nos queda por delante, etc., podría haber
influido en la elección de estos textos esperanzados y tranquilizadores por la
sabiduría que intentaban instilar en un marco de consideraciones con tintes
francamente espirituales sino religiosos.
Luego
me pasó algo similar con un texto que me enviaron como de Neruda: “Queda
prohibido”. Me ayudó entonces lo sucedido antes con el texto de Borges, ya que mi
familiaridad con la poesía de Neruda es bastante más escasa. Me parecía extraño
que un poeta se viese llevado a producir ese tipo de textos. Fue entonces que
apelando, como en el caso anterior, al saber de nuestra época: Google, encontré
la misma clase de respuesta. En ambos casos se trataba de textos que circularon
como atribuidos a los poetas mencionados, pero originados en otros autores. Efectivamente,
el texto atribuido a Borges provendría de la escritora norteamericana Nadine
Stair, que lo habría publicado en 1978 y el adjudicado a Neruda provendría de
Alfredo Cuervo Barrero, joven escritor que al publicarlo no habría leído nunca
a Neruda.
Recordé
entonces lo que ya sabía: la experiencia del lenguaje en la palabra profética
es esencialmente distinta a la del poeta. La palabra de un profeta intenta
ejercer un poder performativo sobre el futuro, modelándolo en base a una
palabra divina que busca generar creencia y convicción en un sentido único que,
apuntando al bien de todos funcione como orientación o guía de vida. El significante “profeta”
debería ser atendido, además, en la resonancia del lunfardo porteño que hace
eco a las ambiciones académico-pedagógicas de muchos psicoanalistas, por lo que
ello podría incidir en su posición a la hora de conducir una cura.
Hace
ya muchos años, en un trabajo sobre la interpretación[2],
utilicé como epígrafe una frase de Santiago Kovadloff: “Un poeta no es un
predicador. No dice cosas importantes. Remite a cosas importantes mediante lo
que dice”.[3]
Queda claro que la relación con el lenguaje aquí implicada, que debería regir
la tarea interpretativa en la praxis psicoanalítica, es fundamentalmente
diferente de la anteriormente mencionada, donde la prevalencia del sentido
busca producir una fascinación hipnótica.
En su
esquema o cuadrípodo de los discursos donde Lacan da cuenta de las distintas
relaciones con el lenguaje antes mencionadas, se preserva el lugar de vacío de
sentido que impide a cada discurso cerrarse sobre sí, haciendo posible el giro
de uno a otro que el discurso del analista debe preservar.
Coherente
con esta enseñanza, Colette Soler postula su neologismo: “acteísmo”[4],
(condensando acto y ateísmo), para indicarnos que es por la vía de un acto que
apunte a lo real, y por tanto fuera del sentido, que ha de formularse una
propuesta de final no religiosa para los análisis. La caída del sentido junto
con la del saber del Otro que le haría de garante, es consecuencia de un efecto
de estructura, y el ateísmo del sujeto no es una cuestión de creencia, no es
una profesión de fe o su negación lo que está en juego.
Pienso
que así se abre ante nosotros la puerta hacia una ética del deseo que no es la
del bien de todos, no por cierto la de
un ideal de salud mental dictado por un psicoanálisis médico y no laico
(profano, ateo), puerta que de nosotros depende el mantenerla abierta en un
intercambio presencial o virtual según la ocasión, para que cada analizante
pueda verse confrontado con la alternativa de una elección posible pero no prescriptiva.
En momentos en que las prescripciones están a la orden del día, la vía singular
que el análisis propone se torna cada vez más necesaria.
En
cada caso, cada día, cada sesión.
[1] Los
exquisitos versos del epígrafe que expresan de manera infinitamente más sutil y
sucinta lo que intento reflejar en mi texto, los debo al amigo y psicoanalista
Enrique Torres, de Córdoba, que me los envió como parte del ejercicio de
intercambio poético que menciono. La versión en español reza: “Cada uno está
solo//sobre el corazón de la tierra//atravesado por un rayo de sol. //Y de
pronto es la tarde…
[2] “La
mente es cosa seria la interpretación es un chiste”. En: La misteriosa
desaparición de las neurosis, Bs.As. Letra Viva Ed. 1998.
[4] “Soler,
C., El acteísmo analítico”. En Revista de Psicoanálisis, APdeBA.
Número sobre: Transmisión y ética (en prensa) mayo de 2020.
Carlos Barredo, psicoanalista. Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires. Argentina.