jueves, 5 de noviembre de 2020

Coronavirus: Pandemia, angustia y desencuentro por Jorge Eduardo Catelli

 

«La palabra es un virus. Quizás el virus de la gripe fue una vez una célula sana. Ahora es un organismo parasitario que invade y daña el sistema nervioso central. El hombre moderno ya no conoce el silencio. Intenta detener el discurso subvocal.

Experimenta diez segundos de silencio interior. Te encontrarás con un organismo resistente te impone hablar.

Ese organismo es la palabra.»

William Burroughs, El boleto que explotó cit. de Franco Berardi. 2020, p. 35.

 

1.    Irrupción. “Como yo has de ser, como yo no has de ser”. Algunas preguntas iniciales.

 

De un momento a otro ingresamos en una serie distópica: el COVID19 irrumpió y produjo efectos a nivel mundial. Día a día surgen nuevos datos, conteo de contagios, de muertes en escaladas escalofriantes y las indicaciones entre contradictorias y apabullantes de “quedarse en casa”, “no tocarse”, “no tocar”, “lavarse muchas veces las manos”, “mantener distancia”, “usar barbijos”, “no usarlos”, “hacer máscaras de plástico caseras”, “no hacerlas porque de nada sirven”, además de las últimas sugerencias del Dr. Fauci, de “no volver a darse la mano nunca más”.

La evidente transformación política y del mundo a la que estamos asistiendo, efecto -¿y causa?- a su vez de esta misma pandemia, que intentan capitalizar muchos de quienes encarnan el ejercicio del poder, muestran reacciones dispares y por momentos desesperadas: decretos cuyas firmas son empujadas por la opinión pública, la búsqueda de una suba de la popularidad, junto a videos circulantes de épicas proezas que muestran a los mismos políticos en un rictus a veces maníaco, otras presumiblemente serenos, pero con rasgos disociados que expresan terror, desconcierto o actuaciones patéticas de estudiantes de teatro de nivel inicial.

Los cuerpos vuelven a ser, cada vez en un mayor primer plano, bastiones sitiados del biopoder y renovados objetos de la biopolítica, siendo nuestras casas -para quienes alguna tienen- las nuevas celdas del panóptico. La convocatoria masiva desde el poder en su biocontrol, es eficaz en el desarme de la colectivización, la instalación de la sospecha respecto del otro, la estimulación de la denuncia y la vigilancia cada vez más aguda de las poblaciones, ahora a condición del terror difundido por los medios masivos de comunicación, asociados con la singularidad del morbo de cada quién y bajo la aparentemente saludable convocatoria al encierro y al llamado “home office”.

Y allí mismo, ante las determinaciones desde el poder, las órdenes contradictorias del extracto de superyó externalizado en diversas voces de “la última verdad”, cobran la más contundente realización, junto a la sumisión generalizada ante el encierro, el control y la vigilancia, legitimadas por la fuerza pública, con pequeños burócratas encaramados en su pequeño y autoritario poder, la casi absoluta y esmerada negación respecto de hablar de los efectos del encierro, de acuerdo a la estructura en que cada uno ha quedado organizado y en relación con la singularidad subjetiva -valga la redundancia conceptual-. Y así se pretende sostener la salud desde el encierro: ¿qué salud?... ah, sí, la de los cuerpos que no deberían contagiarse con el coronavirus. ¿Y dejaremos la salud reducida a esa dimensión orgánica?

 

1.    Coronado de “prójimo” sea el semejante. 

Nuevamente surgen, estimulados por las estigmatizaciones y la violencia inherente al ser humano, la desconfianza ante quien está del otro lado del “river”. Así se distinguía en algún tiempo medieval quién era “de los propios” y quién era un “rival”.

La experiencia con el semejante, siguiendo los lineamientos de pensamiento de Freud, puede ser comprendida como la acción inaugural del lazo social. Aquella afirmación freudiana acerca del sufrimiento, que “nos amenaza por tres lados”, pareciera cobrar un renovado sentido, en la intersección de esas tres fuentes: el propio cuerpo, el mundo exterior y las relaciones con otros seres humanos. La vivencia de un cuerpo frágil, amenazado por la posibilidad de hospedar a un virus que inocula un programa “informático” certero y enfermante, respecto del que hay que defenderse, porque proviene de un mundo exterior peligroso, constituido justamente por los otros seres humanos, que repentinamente se erigen como potenciales transmisores de la peste, cobra renovada intensidad y presencia cotidiana. La angustia que ya no se agota en sus señales, anticipándose al peligro, comienza a presentarse en un modo continuo y agobiante. Y ahora un poco más alertada, ante la proximidad de los otros. Es el último factor referido, “los otros seres humanos”, el que es planteado por Freud como “el sufrimiento [que] quizá nos sea más doloroso que cualquier otro”.

Así como “vecino” es la palabra que usamos para designar a la persona que vive en el mismo barrio o aquellas cosas que están cerca, nuestro vecino es aquel que habita una vivienda cercana a la nuestra y las ciudades vecinas son aquellas que están situadas en los alrededores de la propia. El vecino, cercano, el siguiente, el próximo, el Nachbar, es como neighbour, aquél que está a continuación, al lado, cerca. Cada uno sabe cuántos problemas podemos tener con los vecinos y todos los sufrimientos que pueden y suelen provenir de esos vínculos con esos otros seres humanos, junto también, con la potencial solidaridad, cercanía y lazo social. El vecino puede oficiar de representante de ese semejante (símil) en quien reencontrar algo conocido, solidario y amable, que puede despertar el deseo de cercanía que define ese lazo –una dimensión del “Nebenmensch”-; o bien representar al prójimo, (próximo pero ajeno) en tanto el extranjero temido, algo del desconocido que despierta el terror del encuentro con lo irreductible de “lo otro del otro” –otra dimensión de aquél “Nebenmensch”- que despierta el narcisismo de las pequeñas diferencias. La presencia amenazante del COVID19 soportado por el cuerpo de los otros, potencia la peligrosidad de éstos, con lo cual surge la primera respuesta: defenderse del otro.

Casi en simultáneo a la llamada “gripe española”, Freud cita un trabajo de 1902 de Ernest Crawley, quien con expresiones que difieren poco de la terminología empleada por el psicoanálisis, señala que cada individuo se separa de los demás mediante lo que él llama un “taboo of personal isolation” {«tabú de aislamiento personal»} y que justamente, en sus pequeñas diferencias, no obstante, su semejanza, en todo el resto, se fundamentan los sentimientos de ajenidad y hostilidad entre ellos. En este sentido, se puede tomar la figura del “prójimo”, en su dimensión de ajenidad, ¡y respecto del cual hay que aislarse!

Surge entonces, creo que necesariamente, la pregunta acerca de cómo pasar de “cuidarse del otro” a “cuidarse con los otros”.

 

2.    Y el psicoanálisis, aún. Un deseo decidido. 

La práctica psicoanalítica no dejó de quedar afectada por la cuarentena establecida. El virus afectó también a nuestros tratamientos y en esa misma afección, las diversas posiciones de quienes llevamos adelante el trabajo analítico con nuestros analizantes: desde las posiciones más radicales, - cada vez las menos- se plantea no poder seguir adelante sin la asistencia presencial, no sin entrar en conflicto con la autoconservación más primaria y en franca expresión de una ortodoxia inflexible y / o tal vez, de un analfabetismo tecnológico. Los cuerpos inmóviles, con la mirada apartada, recostados en el diván, son hoy los mismos cuerpos que estamos extrañando en nuestros consultorios y preguntándonos cómo poner en juego a través de las plataformas que las tecnologías ofrecen. Skype, Zoom, Facebook, WhatsApp, Hangouts y otros, son los nombres posibles de la continuidad cierta de los análisis y, junto a éstos, las preguntas formuladas en voz baja entre los mismos analistas, acerca de qué hacer o cómo hacerlo: con o sin cámara, con saludo con cámara o sin él, con o sin auriculares, etc. El deseo decidido del analista, vuelve a producir algo de un encuentro definido por su imposibilidad, de un sujeto que no es individuo y que nunca acude a la cita, ya sea en el consultorio, por skype o por WhatsApp y, de este modo, vuelve la palabra a ser el virus que infecta al organismo, transformándolo una vez más en cuerpo erógeno, en un recorte de esa experiencia en un “entre”, que inaugura otro contagio necesario de nuestra práctica clínica: la transferencia. Ha de ser esa otra escena, la transferencial, la que alojará al virus que habita y vehiculiza nuestra práctica clínica.

 

1. De una experiencia lejana, resignificada en tiempos de Coronavirus. 

Desde hace algunas décadas comencé el trabajo "a distancia", en una suerte de consultorio sui generis, que había comenzado en mi hospedaje universitario en la ciudad de Munich, cuando hace más de veinticinco años, me encontraba, llevando a cabo estudios de posgrado en aquélla ciudad, convocado por la urgencia de otro huésped, quien infructuosamente protagonizaba una escena de amenaza de suicidio.

Se trataba efectivamente de un compañero griego, ahora viviendo en aquél edificio en común, que -tal vez a condición de la diferencia de edad, y siendo yo el único profesional graduado y más "viejo" a los veintipico de años, de esa comunidad- había desplegado ciertas transferencias imaginarias, recuperándolo a posteriori, por un rasgo semejante, “ser también del sur”. En aquél entonces, “extrañar el clima”, “odiar la nieve en el calzado” y soñar una y otra vez con los mares azules de su grecia natal, eran tema permanente de conversación.

Luego de resolver aquella situación de intento de pasaje al acto, de aferrarse a algo de un discurso compartido y de haber literalmente “abierto las puertas”, pude recibirlo en un improvisado consultorio armado en aquél edificio, hasta que finalmente regresé a Buenos Aires, mientras que él siguió en Alemania, con la perspectiva de continuar con los proyectos, aún por aquél entonces, ajenos a su deseo, de los negocios de su familia en aquél país. 

Con extrañeza, con cierta creencia superyoica de estar intentando algo que no estaba permitido por la ortodoxia psicoanalítica -que de hecho no lo estaba- y aún sin saberlo, comencé así mi primer tratamiento psicoanalítico telemático. Era un tratamiento complejo por las razones formales de no ser en mi lengua materna, y a la vez, simultáneamente sencillo, por no tratarse tampoco de la lengua materna del otro. Su acento en alemán era muy similar al mío, porque el español rioplatense tiene la cadencia y la pronunciación parecidas a la del griego actual. Era otra tierra en común: la de un idioma que visitábamos para encontrarnos, o para ir a sabiendas, a ese desencuentro, con el horizonte de esa nueva imposibilidad, con un acento similar y con errores de declinaciones que nos perdonábamos mutuamente para avanzar en el desciframiento de las situaciones inconscientes, políglotas y llenas de lágrimas y sollozos que dificultaban sus frases y mi esfuerzo por acceder a aquellos sintagmas.

Ése y otros tratamientos a distancia que se fueron sucediendo, requirieron de ciertas condiciones para que no creciera demasiado mi propia angustia ante la realidad de mis pacientes a miles de kilómetros de distancia. Percibir que el otro “se estaba desangrando en una hemorragia de angustia”, conmigo a una distancia medida en horas de vuelo, era una representación perturbadora, que debía reinterpretar una y otra vez para comprender los materiales y poder intervenir, disolviendo -a menos en parte- mi propio costo de angustia. 

Todo era -visto en perspectiva de “Nachträglichkeit”-, una preparación y entrenamiento para mis sesiones de estos tiempos, en la época del COVID19. Hoy continúo con mis pacientes que viven a poquitas cuadras, como con aquellos que están a varios miles de kilómetros: nos saludamos con la cámara, habiendo acordado un cierto encuadre a la distancia, mi paciente se ubica en un lugar también cómodo, privado y apagamos las cámaras. Al menos la mía, seguro. Tal como advertía Freud, me agoto ante la mirada permanente del analizante, quien me deja permanentemente escrutado, como el paciente que no puede dejar de darse vuelta en el diván, controlando al analista. Claro que esto es del orden de la singularidad: algunos piden verme más tiempo, otros llaman directamente sin cámara, algunos muestran las resistencias y sus escenarios transferenciales en olvidos propios de las mejores expresiones inconscientes, con teléfonos sin carga, cables de carga olvidados y otras delicias de las tecnologías y su castración, con la que también en estos territorios, nos vamos encontrando y haciendo tejidos diversos.

Hay pacientes que transfieren la frustración y el enojo de modo directo y sin escalas. El virus de la transferencia sigue contagioso, activo y duradero. Algunos dicen “no poder” por las vías digitales, a distancia. Otros “no querer”, como un sintagma determinado y cristalizado por un supuesto sujeto aparentemente unificado. Es ahí que voy tentando en cada caso, cosas diversas. En algunos, envío un mensajito “entre la cita y el enigma”, leyendo las últimas asociaciones escritas en el WhatsApp, en su hora vacía, o más bien llena de silencio. En otros, llamo y escucho. Otras veces, espero.

Indefectiblemente pienso en Freud en tiempos de guerra y de posguerra, un tiempo llamativamente fecundo y productivo en su vida científica. Y una y otra vez, ante las preguntas por los mínimos ruiditos que voy interpretando on line, y voy agudizando en mi registro de mi propia necesidad de autoconservación, las resistencias desplegadas y los universos que la escucha abre, evoco una y otra vez, aquélla cita que veinticinco años después, agregara Freud a su obra magna de 1900:

“La tesis tan perentoriamente formulada aquí, ’Todo lo que perturba la prosecución del trabajo es una resistencia’ podría dar origen con facilidad a un malentendido. Desde luego, sólo tiene el valor de una regla técnica, de una advertencia para el analista. No debe dudarse de que durante un análisis pueden producirse diversos hechos ajenos a la intención del analizado. Puede morir el padre del paciente sin que él lo haya matado, también puede estallar una guerra que ponga fin al análisis. Pero tras la manifiesta exageración de esa tesis se esconde un sentido novedoso y correcto. Por más que el suceso perturbador sea real e independiente del paciente, a menudo depende de este el grado de perturbación a que da lugar, y la resistencia se evidencia inequívocamente en el pronto y desmedido aprovechamiento de una oportunidad tal.”

Jorge Eduardo Catelli

Psicoanalista

Full Member and Analyst Trainer at the International Psychoanalytical Association

Miembro Plenario de la Federación Psicoanalítica de América Latina

Miembro Titular en función Didáctica de la Asociación Psicoanalítica Argentina Profesor e Investigador de la Universidad de Buenos Aires

No hay comentarios:

Publicar un comentario