El peligro del otro
Una partícula ni siquiera
microscópica sino nanoscópica, un fragmento de ácidos y proteínas que ni
siquiera alcanza a ser un organismo vivo tiene en vilo a una especie capaz de
poner a un hombre en la Luna. La irrisión del nuevo virus contrasta con el
descalabro que ha ocasionado, del que estamos lejos aun de evaluar sus daños e
incluso augurar el desenlace. Un virus poco más letal que una gripe -o incluso
menos, pero replicable a escala universal- desnuda la fragilidad extrema de la
especie humana. Una infraestructura sanitaria desbordada e insuficiente es
apenas uno de los modos en que esa fragilidad se revela. También aparece cuando
los líderes muestran sus propias inconsistencias, haciendo imposible ignorar
que el rey está desnudo. También cuando advertimos que el otro a quien
necesitamos es al mismo tiempo el otro que puede contagiarnos.
Cuando surge un peligro
como el del virus de esta temporada, un primer reflejo es desentendernos. La
familiar omnipotencia confía en que no es asunto nuestro, los que se enferman y
mueren siempre son los otros. Algunos, apalancados en ese reflejo habitual que proyecta
en el otro lo que preferimos no reconocer en nosotros, lo utilizan abyectamente
para justificar su solapado racismo. Así hizo el presidente Trump en su
discurso previo al cierre de fronteras de EEUU, donde calificó al COVID-19 como
un virus extranjero. Entonces, lo
único que cabe es defenderse del extranjero, considerado él mismo como un
virus.
Solo que en esta nueva
pandemia que enfrentamos no son los inmigrantes magrebíes que se hacinan en los
márgenes de Europa ni las caravanas de centroamericanos que pretenden llegar a
Estados Unidos los responsables de su transmisión: los portadores del virus son
europeos blancos y cristianos, pasajeros de cruceros de lujo, funcionarios de
empresas transnacionales o turistas de primera clase. Esta pandemia dificulta
el mecanismo básico de segregación que nos constituye como grupo humano: dejar
afuera al distinto, cercarlo, distinguirlo, y así darle consistencia imaginaria
a nuestro propio grupo de pertenencia. Y la dificultad radica en que, por la
asombrosa rapidez de su diseminación en tiempos globales, ya China queda lejos
en la cadena de transmisión, y el peligro es aquel a quien nos parecemos y no
de quien nos diferenciamos.
Con esa manía humana de
distinguir para confortarnos dentro de lo semejante, nos hubiera gustado
nombrar a este virus como la peste de Wuhan, tanto como el MERS era la de Medio
Oriente o la gripe de siglo atrás era la española, pero los intentos de la
humanidad organizada de lidiar con esta amenaza ha sabiamente despojado a la
peste de su calificativo chino para reducirlo a un nombre técnico: COVID-19.
Pensar en un virus en
tanto extranjero, limita nuestra posibilidad de defensa al imaginar que alcanza
con cerrar fronteras y denegar visas para permanecer indemnes. A la vez, al asumir
que nada hay de extranjero en nosotros -pues el extranjero es siempre el otro,
la amenaza- se niega la evidencia de que un virus se transmite en función de
vínculos, y que la especie humana es humana justamente gracias a esos vínculos.
Implica un forzamiento brutal el expulsar hacia el afuera la idea de peligro,
porque la extranjería nos constituye. Y en ese sentido no hay lucha eficaz
contra un agente patógeno sin considerar que éste también anida o anidará en
nosotros, en nuestras relaciones, dentro de nuestras fronteras siempre porosas
con el otro.
La especie humana está
expuesta desde el nacimiento al desamparo. Nacemos prematuros, a diferencia de
muchos animales, y es la larga temporada en la que dependemos de otro lo que
nos hace humanos, la que nos permite el nivel inédito de logros que la
humanidad ha alcanzado. Esa necesidad imperiosa del otro que nos alimente y
proteja nos lleva a ilusionarnos con un otro sin falla, dueño del poder de
salvarnos, esa ilusión bajo la cual los niños se permiten crecer. Con el tiempo
la realidad se encarga de desmentir esa ficción fenomenal, y el modo en que se
tramite esa desilusión será fundante de la estructura psíquica de cada uno.
En situaciones críticas,
depositamos en otros -ya no nuestros padres, aunque sí nuestros gobernantes,
nuestras instituciones- el ejercicio de la función de cuidado, de definir el
límite a partir del cual algo ha de hacerse o evitarse. Esa apuesta de que haya
otro, figura de la ley -médico, presidente o protocolo- que proteja es también
una ficción, pues ese otro al que precisamos sostener para poder sostenernos se
enfrenta a la misma perplejidad, está inerme ante la misma angustia que
nosotros. Al mismo tiempo, ha de encarnar, como el héroe de una tragedia, al
personaje capaz de ayudar a los simples mortales a atravesar un mar de
incertidumbre. Ver que ese otro capaz de salvarnos está tan desvalido como los
que precisamos ser salvados es fuente de angustia y parálisis, e intentamos
todos los modos posibles de desmentir esa evidencia. Somos seres de ficción que
precisamos ficciones para sobrevivir, ésta es una de ellas.
Aunque una situación
crítica sea común para todos, el modo en que cada uno lee el peligro, lo
decodifica y reacciona es singular. Aunque puedan trazarse regularidades, las
respuestas de nuestra especie son siempre individuales. La gama de reacciones
catalogables se encuentra entonces ante la imposibilidad de abarcarlas a todas,
tal como le sucediera a Borges con los animales de su enciclopedia china.
Fóbicos que extreman su sensibilidad al punto de no querer tocar ni su propio
cuerpo devenido zona de peligro, ciudadanos normales ejercitando una paranoia
siempre a mano ante un peligro que siempre pareciera acechar desde afuera,
obsesivos que tardan más en lavarse que en ensuciarse o histerias desatadas que
encuentran en la proliferación de grupos de chat una plataforma tan inédita
como insustancial para multiplicarse hasta el infinito. Ni hablar de las
fantasmagorías hipocondríacas o la labilidad sugestiva que por momentos nos
hace vivir nuestros cuerpos en función del relato de los síntomas con que se
nos bombardea, o el costado perverso de algunos de nuestros congéneres que
encuentran algún oscuro goce en no cuidar al otro del que son responsables, en
violar cuarentenas necesarias o jugar un juego de riesgo donde la satisfacción
de mirar de frente al abismo no repara en gastos.
Las situaciones críticas
siempre son reveladoras, hacen visibles las costuras de los tiempos, las
contradicciones de los sistemas políticos, las miserias de nuestros semejantes
de pronto convertidos en enemigos. Las situaciones de pretendida normalidad
permiten que lo política y moralmente correcto primen, que los buenos modales y
el consenso democrático gocen de algún prestigio y que los extremismos
ideológicos queden reducidos a los márgenes de la población. Las situaciones de
peligro en cambio, como ha sucedido en tiempos de guerra, de dictadura o
cataclismo, muestran no solo la verdad de la especie sino también la de cada
uno de nuestros congéneres.
En un caso donde es una
epidemia lo que está en juego, y donde la vía de contagio es a través de
aquellos con quienes tenemos un contacto más estrecho, todo se potencia. Pese a
los intentos de nombrar al peligro como extranjero, es el prójimo el peligroso,
aquel con quien trabajamos o dormimos, con quien nos movilizamos o a quien
compramos o a quien le vendemos o con quien estudiamos o bailamos. Y el peligro
radica también en que en oportunidades como ésta el prójimo aparece sin
vestiduras, sin maquillaje, mostrándonos su pavor o su egoísmo, sus prejuicios
o su radical desentendimiento, aquello de lo que los humanos, sabemos por
experiencia histórica, somos capaces.
Como escribió Hölderlin,
sin embargo, allí donde crece el peligro crece también la salvación. Pues es
gracias a ese otro que nos constituye y que puede matarnos, que también podemos
salvarnos. Es en la microfísica de las relaciones donde se trama un modo efectivo
del cuidado, cuidando al otro, cuidándolo incluso de uno mismo.
Nuestra especie no solo
es capaz de desarrollar vacunas o tratamientos en tiempo real, en una carrera
de velocidad con los virus que la amenazan, sino que también sabe aprender de
la experiencia, convertir la lógica de infección en la lógica de prevención. Como
en la génesis de la esperada fórmula que logre inmunizarnos, lo que se juega
aquí es la posibilidad de asumir que aquello extranjero sea quizás lo más
íntimo, la esperanza de convertir el veneno del virus en vacuna. Quizás eso nos
haga merecedores, a diferencia de las estirpes condenadas a la soledad, de
nuevas oportunidades sobre la tierra.
Mariano Horenstein, psicoanalista. Director del Instituto de Formación Psicoanalítica de la Asociación Psicoanalítica de Córdoba
Muy bueno e interesante el artículo! Recién veo esta mesa de textos sobre psicoanálisis y pandemis. Qué alivio saber que entre tanta irracionalidad, hay autores y analistas que siguen apostando a la reflexión y circulación de la palabra. Ojalá tuvieran más lugar en los medios masivos de comunicación. Gracias. Adriana
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