¿Qué pueden tener en
común quienes descreen de la llegada del hombre a la Luna con quienes juran que
la tierra es plana o aquellos que dan fe de una conspiración judía o masónica
internacional para apropiarse del mundo, o los que están convencidos que Elvis
Presley fingió su propia muerte?
En las últimas semanas,
rumores excéntricos sobre el origen del coronavirus inundaron las redes
sociales: éste podría ser un accidente de laboratorio, un efecto premeditado en
una contienda global, una revancha de la naturaleza o un castigo divino. O todo
eso a la vez.
Si las teorías más o
menos disparatadas que se conocen como conspirativas aparecen una y otra vez
-esparciéndose viralmente también- habrán de responder a alguna intensa
necesidad humana.
Una crisis como la que
atravesamos, con media humanidad encerrada y jaqueada por un minúsculo virus,
sirve de caja de resonancia y acelerador de opiniones que pretenden dar sentido
a la pandemia: proveer respuestas allí donde solo hay preguntas.
Si un saber -siempre provisorio-
necesariamente debe someterse a la prueba de la evidencia o de la experiencia,
la certeza en cambio transforma una intuición o creencia en una convicción
irrevocable. Hoy sobran los ejemplos de ello, sea en las llamadas teorías
conspirativas como en la proliferación en redes sociales de las “fake news”.
Así como una persona
obsesiva encuentra rituales privados para contrarrestar “malos pensamientos”,
la fe religiosa -cualquiera- provee esos mismos rituales de modo normatizado y
colectivo. Del mismo modo, allí donde un paranoico construye una visión
delirante a partir de la cual todo -hasta el detalle más nimio y razonable de
su realidad- puede cobrar un matiz persecutorio, una conspiración convierte esa
sospecha privada en recelo compartido.
Tanto el ritual religioso
como la conspiración funcionan como respuestas colectivas frente a la angustia
que causa lo incierto. Ambas formas comparten una matriz común: la presencia de
una certeza más emparentada con el saber delirante o el pensamiento mágico que
con la razón. Una teoría conspirativa entonces, pese a su pretensión racional,
está más emparentada con un culto religioso que con un saber científico.
No es sencillo soportar
la incertidumbre, y menos aún la inermidad, de la que la incertidumbre es
apenas una de sus manifestaciones. En nuestra especie, mal que nos pese, no
existen garantías, ni siquiera la de la supervivencia. Todos vivimos de algún
modo a la intemperie. Esa sensación de desamparo es una de las fuentes que
impulsan la creación de relatos improbables que buscan ordenar y dar sentido a una
novedad que nos sorprende y angustia.
Cada vez que una
respuesta no calme nuestra incertidumbre, reaparecerá el desamparo inevitable,
ése que ratifica que la infancia y sus reaseguros imaginarios han quedado
atrás.
Una teoría conspirativa
maniobra para satisfacer una necesidad doble, y allí radica uno de los secretos
de su eficacia: por un lado, dota de cierta lógica algo que aparece sin
sentido; por otro lado, sindica a responsables allí donde no los hay. Son
respuestas precarias, improbables y falsas, pero en tanto son respuestas,
alivian. No hay nada más difícil que soportar la falta de respuestas. Tampoco
es sencillo desarrollar la tolerancia suficiente para que las preguntas encuentren
respuestas razonadas y medianamente comprobables.
Hay aún una tercera
manera en que una teoría conspirativa encuentra eco y se propaga, y es la del
efecto de identificación que posibilita. A partir de adherir a tal o cual
hipótesis de complot, una secreta comunidad se trama. Ese saber “esotérico”
distingue a un grupo -más allá de su dispersión geográfica, de clase o de
lengua- y los diferencia del resto de la comunidad, que a su juicio prefiere
ignorar la supuesta verdad que se ha logrado revelar. El efecto identificatorio
posibilitado en este caso por la autoexclusión del rebaño de los crédulos,
pareciera dotar a los “iluminados” de un aura que los distingue, lo que es una
fuente no menor de satisfacción narcisista.
Ahora bien, un esbozo de
disección de una teoría conspirativa sería rudimentario si no incluyera a
quienes sacan rédito de ella. Una teoría imaginaria puede tener efectos reales,
tan reales como posibilitar la elección de un presidente o la caída de otro,
desencadenar un genocidio o una guerra. Las teorías conspirativas suelen
sindicar responsables -generalmente extranjeros, para preservar el propio
confort- al mismo tiempo que dejan en las sombras a quienes se benefician de
esa segregación siempre a mano. Es diferente la posición de quienes creen
ingenuamente en conspiraciones de la de quienes hacen un uso perverso de esa
labilidad, proclamando conjuras frente a las cuales solo líderes esclarecidos
sabrían defendernos.
No hay mejor modo de
mentir que hacerlo con elementos familiares, incluso verdaderos. De ese modo,
como en un delirio persecutorio, hay siempre un punto razonable y verosímil en
la conspiración que se denuncia. Y por supuesto que existe siempre una trama de
intereses opacos, una estructura económica determinante, una geopolítica que
nos trasciende y que a menudo constituye un núcleo de verdad tras muchos
disparates.
Las teorías conspirativas
encuentran suelo fértil en la variedad de prejuicios que caracteriza a nuestra
especie, fundados a su vez en nuestra proverbial intolerancia a la diferencia.
Se tiende más a creer lo que certifica nuestro prejuicio, lo que nos da una
versión ordenada del mundo, y una conspiración lo es. Una vida crédula parece
para algunos preferible a una vida en la que tengan lugar la incertidumbre de vivir,
la amenaza de la enfermedad y una única certeza, la de la muerte que en algún
momento inevitablemente llegará.
Aun cuando se regodeen en
argumentos paracientíficos -las redes 5G o la guerra bacteriológica - o
político-económico -la escalada en la ofensiva comercial entre China y EEUU-
las teorías conspirativas se hacen más inteligibles en el terreno de la
creencia religiosa: el ejercicio de seleccionar y descartar argumentos sin el
esfuerzo de comprobarlos.
La angustia frente al no
saber requiere un trabajo psíquico considerable. Si un manipulador -de la
política, de las redes o de los medios- ofrece un saber alternativo, una
prótesis que pretenda cegar ese pozo ominoso de la incertidumbre, encontrará
legiones de personas dispuestas a creerle.
Solo que nuestra frágil
especie, junto a la credulidad y las certezas absurdas, posee también su
antídoto, el pensamiento crítico, eso que Hanna Arendt llamaba el “pensar por
uno mismo”. Aun cuando eso implique sostener preguntas sin respuesta.
Mariano Horenstein, psicoanalista. Director del Instituto de Formación Psicoanalítica de la Asociación Psicoanalítica de Córdoba
muy bueno
ResponderEliminarMe gusto' tu articulo Mariano. Gracias, te saluda Alma - de Honfuras - .
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